martes, 15 de febrero de 2011

EL MUSEO ESTÁ ATLASITADO, ¿QUIÉN LO DESATLASITARÁ?

de Maria Gil Ulldemolins

ATLAS ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?
Hasta el 28 de marzo de 2011
En MNCARS, Edificio Sabatini, Planta 1

Hoy les voy a contar una historia, resulta que me he levantado así, "narrante”. Crecí en un pueblo que se creía ciudad, pero era pueblo. Así que siempre tuve libertad para ir por ahí, ya que “ahí” eran simplemente unas cuantas calles y una plaza. La calle donde vivía se extendía en otra calle donde mis padres trabajaban, así que ese recorrido lo hacía muy a menudo. Más o menos en el centro de esa distancia entre mi casa y el estudio de mis padres, había una pastelería. Ésa era la pastelería de la que éramos clientes domingueros. Pues bien, en esa pastelería siempre, siempre, siempre exhibían unos enormes merengues en el escaparate. No eran merengues como los que he visto después, más afrancesados. Eran merengues lisos, de tres pisos, blancos con zonas más tostadas, sentados en una falda metálica de estas típicas de pastelería. No saben ustedes, cuántas veces pasé por delante de esos merengues de pueblo, gigantes, valientes, desafiantes con su triple altura.

En mi casa, los domingos se comía postre, como ya he dicho. Pero nunca, nunca merengue. Así que pasaba cada día y me preguntaba ¿A qué sabrá eso? ¿Qué secreto esconde esa enormidad blanca? Hasta que un día externalicé mis dudas, y, eventualmente, mis padres llegaron un domingo con el glorioso merengue envuelto en papel aún más blanco. Ay, lectores. Qué ilusión, el merengue. Majestuoso, erguido, suave. Comí ese día con la ilusión del gran conocimiento “merengoide” ancestral que me sería comunicado en el postre. Superé el obstáculo final de la naranja obligada antes del dulce. Y llegó la hora del merengue. Ah... Rompí su gallardía con mi cucharilla (una cucharilla pre-Ikea, de las que ya no concebimos) y lo probé.

Y aquí tengo que hacer un salto. Porque aquí debería yo explicarles a qué me supo esa primera vez con un merengue. Pero no puedo decírselo, porque no me acuerdo. Sólo me acuerdo de lo harta, hartísima, infinitamente harta que estaba a los dos minutos del merengue, cuando había comido a duras penas la mitad del piso superior. Y aún me quedaban dos pisos y medio, pordiós. No había humano con la capacidad de comer ese merengue monstruoso, vergonzosamente dulce, orgullosamente empalagoso. Desde ese día, cuando andaba la trayectoria descrita, bajaba la cabeza al pasar por delante de la pastelería. Me parecía que los merengues se reían de mí, por mi inocencia, por mi naivité, por mis ganas de comerme el mundo en forma de merengue. Nunca, nunca más comí un merengue otra vez. Ni los merengues monísimos y carísimos que he visto en las ciudades que luego he habitado escapando de ese pueblo que se creía ciudad.

Se preguntarán ustedes porque les cuento la historia del merengue. Bien, les voy a contestar. Resulta que he ido a ver, o he ido a intentar ver, la exposición de Atlas que se encuentra en el Museo Reina Sofía repetidas veces. La primera me comí, digo, visité, la primera parte, rápidamente, empachándome de retales de imágenes colgados primorosamente por todos lados. Llevaba doce horas en el museo, era el día de la inauguración, y achaqué a estas razones mi indigestión atlasiana. Volví otra vez, fresca, descansada. Con compañía expertísima en las cuestiones que se nos presentaban. Con ayuda. Y me comí, digo, vi, la exposición casi entera. Casi. Durante toda la visita, sala inhóspita tras sala inhóspita (qué grandes, qué altas, qué largas, qué lisas, qué blancas las salas del Museo), me fui acordando del merengue proverbial. De esa sensación agonizante de no. Poder. Más. De la incomprensión absoluta. Del a quién se le ocurre. La sensación de infinita pequeñez, del no somos nada.

Verán, llevaba ya un rato escapada de mi pueblo cuándo me encontré estudiando diseño industrial. Éste es un dato clave, porque los años que pasé estudiando diseño me dejaron huellas imborrables, como el pensar en el usuario siempre. Siempre, siempre, siempre. Mientras me recuperaba de mi sobredosis atlasiana delante de un té (otro hábito post-pueblo), me preguntaba ¿a quién va dirigido Atlas? ¿Quién puede digerir esta obra intelectual y físicamente gargantuesca? Y aquí sigo, sin respuesta. Como ya les he dicho, yo soy diseñadora. Sé que tenemos mala fama, por lo de las gafas de pasta y los abrigos de abuela. Pero de verdad que algo sabemos, detrás de nuestras monturas negras, falsas e innecesarias. Y, en mi defensa, diré que hoy estudio Historia del Arte Contemporáneo en el mismo museo que nos concierne. Así que algo entiendo. Ni que sea por ósmosis. Pues nada. No me sirvió de nada. No me he podido con Atlas. Me supera su tamaño, me supera su diseño, me supera su presentación. Así que no puedo ni imaginarme qué pensará el turista que ya que va a ver el Guernica como le indica su guía, y se pasa por Atlas. O la pareja joven que decide amarse rodeados de cultura postpostmoderna, aunque ellos sean ingenieros (caso verídico).

Yo no sé cuántos de los visitantes del Reina Sofía han leído lo que los sabios enguionados Didi-Huberman y Borja-Villel juntos, pero estoy bastante segura que no son muchos. Tampoco sé cuánto tiempo pasa el visitante medio en el Museo. Tampoco puedo estar segura de que todo esto importe, en realidad. Pero me da la sensación que Atlas es como un merengue enorme que estos señores se han guisado y se han comido solos. Y eso me resulta un poco triste. Pobres niños listos. Y a todo esto, mi yo diseñadora se pregunta si no será que la capacidad de comunicar algo de forma efectiva, por muy oscuro e intelectual que sea este algo, es una forma de inteligencia. Una de esas inteligencias que ahora se invocan en títulos de autoayuda y marketing y dirección de empresas. Una cierta empatía, a lo mejor. Porque Atlas es el equivalente expositivo al síndrome de Asperger. El desatlasitador que lo desatlasite, buen desatlasitador será.

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