martes, 22 de febrero de 2011

Repensar en clave de delirio



Celia Sierra,


Aby Warburg padeció un delirio que le hizo sentirse responsable del desencadenamiento de la I Guerra Mundial. El mayor fracaso de la sociedad humanista europea sobre los hombros de un joven historiador alemán. Una vez recuperado de este episodio, Warburg dio a luz una de las más bellas maneras de repensar las imágenes y la historia del arte europeo, el Atlas Mnemonyse.

El objetivo de Warburg era desentrañar el origen de las imágenes de la historia europea, estaba convencido de que existía un lenguaje ancestral de símbolos cuya manifestación era independiente de épocas y estilos. A lo largo de 79 paneles móviles y sin una sola palabra, Warburg distribuyó imágenes con un orden aparentemente aleatorio en el que establecía correspondencias y evocaba analogías entre imágenes de lo más variadas, pero que, aseguraba, guardaban una relación tan real como onírica. La multiplicidad del psico-historiador frente a la linealidad del catalogador.

Ahora, el historiador francés Georges Didi-Huberman, con la complicidad de Manuel Borja-Villel como co-comisario, ha recuperado el legado del historiador alemán con la exposición Atlas, ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, un proyecto anunciado a bombo y platillo como el broche de oro del veinte aniversario del MNCARS.

El delirio de Warburg, que en algún modo sentó las bases de uno de los más valiosos legados de la historia del arte, se respira también en cada sala de la muestra. Un proyecto extensísimo que, aunque valiente, ha devenido un pastiche imposible de deglutir para el visitante. Demasiadas obras, demasiados mensajes, demasiadas expectativas y, probablemente, demasiados comisarios (cada uno ya hubiera sido demasiado por sí mismo).

Llevar la exposición a cuestas

Didi Huberman trata de recomponer la génesis y periplos del trabajo del artista a través de un número (infinito) de salas: Los abecedarios o pedagogías de la imaginación, en las que los lenguajes se rebelan como un sistema de signos aleatorios que se pueden/deben hacer saltar por los aires; o El niño trapero-arqueólogo, donde le cede el testigo a Walter Benjamin, para quien el historiador materialista no es otra cosa que “un trapero y un arqueólogo de la memoria”.

Encontramos piezas como un herbario de Paul Klee, grabados de Goya, piezas de Alighiero e Boetti, Max Ernst o Giacometti. Obras que hipotéticamente establecen relaciones entre sí mismas, dialogan a través de analogías formales, el contraste o la pura intuición. Si bien este objetivo llega fugazmente al espectador durante las primeras salas, la sensación se va diluyendo a medida que se acerca al ecuador del recorrido.

Es más, para cuando el visitante pisa la última sala, dedicada a recomponer el orden del tiempo, se encuentra con una obra Gerhard Ritcher formada por 48 retratos de personalidades de la historia, que atrapa la mayor parte de las cansadas miradas de la sala. Visitantes, que probablemente juegan al “le conozco, no le conozco” empeñados en llevarse alguna experiencia reconocible a casa.

Con anterioridad el espectador ha recorrido espacios como Mapas patas arribas o Geografías subjetivas, donde se intercalan obras de On Kawara, Marcel Brothaers, Hans Haacke, Gordon Matta Clark o Josef Albers, guiado por una cartelería que no aguantaría el más benevolente de los exámenes.

Huberman se ha enredado con el argumento, ha tratado de envolver al visitante y solo ha conseguido enmarañarlo en un pegajoso hilo de Ariadna que le ha valido para bien poco. Aunque también es de recibo reconocer que, a pesar de la falta de coherencia, este es un proyecto valiente, nacido con la vocación y el compromiso de transmitir el legado de Warburg a nuestros días.

Dada la complejidad del discurso, quizás hubiera sido más adecuado (a la sazón que humilde) compartimentar la exposición, y mostrarla en capítulos separados en el tiempo y el espacio. Más cancha para el visitante, aunque menos pompa para el museo.

La constante sensación de falta de coherencia durante el recorrido hace que la exposición no consiga ser ni una exposición sobre Warburg, ni una nueva mirada sobre las imágenes. Desgreñar, recorrer, pensar y sentir, la exposición Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? se transforma en justo eso, en un esfuerzo por soportar todo el peso de la madre tierra sobre hombros mortales.

Repensar el museo

Ya que Didi-Huberman y Borja-Villel se han permitido coger de la mano a Warburg e intentar repensar la manera en que miramos las imágenes. Quizás sea el momento de que esta sea una buena ocasión para repensar el modelo del museo.

Decía Alex Farquharson, director del Centre for Contemporary Art (Nottingham, Inglaterra), que la relación con el público es y será el problema fundamental del Nuevo Institucionalismo, línea de trabajo en la que Manuel Borja Villel se ha instalado. Una corriente en la que se fundamental la mayoría de las transformaciones acaecidas en los centros museísticos de los últimos años, con el objetivo de repensar el museo y acercar a otros públicos.

Un objetivo parcialmente conseguido en el caso del MNCARS, que aumenta paulatinamente cada año su cifra de visitantes. Lo cual, por otro lado, no dejan de ser sólo eso, cifras. No hay más que pasearse un día de diario por el museo.

Si las expectativas del Nuevo Institucionalismo no se cumplen, decía Farquharson, esta nueva corriente demostrará ser no solo un proyecto demasiado ambicioso, sino un prototipo tan cerrado como el tradicional cubo blanco.

Por muy buena que sea la intención, visitar Atlas deviene en una prueba un tanto masoquista para el visitante, no importa lo entregado que uno esté a la causa del arte contemporáneo ¿Realmente el Reina Sofía quiere hacer pasar a sus visitantes por este tipo de pruebas?

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